Se avecina un nuevo Gobierno y, por tanto, surgen muchas dudas sobre el futuro. Decimos a menudo que el deporte representa lo mejor de nuestra sociedad. Se asocia al esfuerzo, al triunfo, al éxito, a los mejores valores sociales. Sin embargo, apenas se asocia a la formalización de una política pública hecha con seriedad y rigor y gestionada desde una consideración y una visión que no sea meramente cosmética y representativa.
El Estado subvencionaba el deporte de alto nivel con más de 70 millones de euros en 2007. En 2018, la subvención (tras una espectacular subida) no pasa de 64 millones. El Programa ADO disponía en 2012 de 10 millones de euros y en 2018 no llega a cuatro millones. A partir de aquí, el que los éxitos deportivos se mantengan no es sino fruto de una gran competitividad, del esfuerzo privado, de un funcionamiento razonable del alto rendimiento y de una polivalencia general de la actividad deportiva.
En este contexto es preciso reclamar un profundo cambio en la política pública deportiva. Es necesario saber si será la financiación pública o la financiación privada el motor que debe impulsarla y es necesario, sobre todo, fijar los objetivos y las estrategias. Si la sociedad percibe la importancia del deporte, las políticas que articulan los deseos de la población no pueden vivir al margen de dicha importancia. Es preciso fijar criterio, fijar estrategias, apostar por un sistema de financiación y profundizar en el sistema que se diseñe.
La cosmética debe dejar paso al rigor. No se puede ganar ni participar todo si en 2018 los gastos totales de viaje de los deportistas de élite no superaban los 37 millones de euros cuando en 2009 ya se invirtieron 33 millones o en 2013 se invertían 36 millones de euros.
Las cifras cantan. El deporte no es una prioridad social. La política deportiva carece de relevancia para los gobiernos y el deporte ha sufrido—como pocos sectores— una crisis de la que no ha salido ni cuando no hay crisis.
Fuente EL PAÍS